domingo, 15 de septiembre de 2013

Los colores del Paraíso.

Todo comienza durante mi primer paro cardíaco, que ocurre en el segundo piso de la Clínica del Country, durante el procedimiento de hemodinamia a cargo del Dr. Suárez, el miércoles 16 de noviembre de 2011, pasadas las 9 de la mañana. Una vez oigo la voz del médico - "¡Uy, no, no, no...a la derecha, no, no...a la izquierda... Uy, no, no, no!"-, me desconecto completamente. Son algo más de 35 segundos. Comprendo que me estoy muriendo. No siento dolor, pero sí una fuerte necesidad de pedir Perdón -en mayúsculas- por todos los pecados cometidos hasta esa fecha. Cruzan por mi cerebro imágenes que reconozco nocivas para la salud del espíritu. Soy plenamente consciente de lo que estoy pasando. Libremente, con el corazón liquidado, grito con la poca fuerza que me queda, desde lo más profundo de mi ser: "¡Papito Dios: como el más humilde de tus hijitos, Te Pido Perdón!" Es un trance de Amor. Recuerdo en esos segundos inolvidables a Cristo en la Cruz. Así, me convierto en un colega más de Dimas, el malvado arrepentido, quien comparte sus últimas horas y la muerte con el Hijo de Dios. En ese instante, comprendo que ha llegado mi hora final: me suelto y le ofrezco mi vida - lo hecho hasta ese instante- al Creador. Sólo tengo mi Fe.

En milésimas de segundo, paso de un negro profundo a una dimensión maravillosa. Veo algunos puntos centelleantes que se transforman en un mundo dichoso, al cual deseo regresar con todas las fuerzas y la voluntad agradecida de mi alma.

La temperatura es perfecta, cálida, amable, y la sensación de Paz es inagotable. No necesito nada, porque soy parte de un Todo que no deja de ser, porque siempre ha sido y siempre será: un Todo sin tiempo.

La Paz de Dios

Tres colores se imponen: el dorado, el blanco y el sepia. Lo que observo en su totalidad está recién hecho, es brillante, inmenso y vigoroso. Veo naturaleza que rebosa vitalidad. Imágenes de la Creación, en su expresión más Divina: animales enormes, felinos: tigres, leones, guepardos -gigantes y mansos-, elefantes, hipopótamos, jirafas; prados vírgenes, cultivos de trigo, cuyas espigas son besadas por el sol; ríos caudalosos, lagos, cascadas, caídas de agua imponentes, riberas que se unen al mar; llanuras verdes, montañas grandiosas; árboles hermosos, con frutos apetitosos y de un tamaño excepcional. Es el Génesis en su esencia: Vida Eterna.

Tres colores que todo lo adornan; tres colores que pintan lo que veo de Amor: blanco, dorado y sepia. La Paz de Dios es lo primero que experimento. 

Que el Señor de la Vida y de la Vida Eterna se acuerde de cada latido de mi corazón, como testimonio de un amor humano, imperfecto por supuesto, día y noche espartano, que jamás se rinde ante las desventuras de la biología; porque, a pesar de sus muchísimos errores, vive anhelando cada segundo volver al encuentro definitivo, cuando sea el momento dispuesto por el Padre Eterno.

Por lo pronto, lucho y lucharé todos los días de mi existencia, para cuidar la Vida que Dios me ha regalado. ¡Bendito Seas, Dios Santo!

lunes, 15 de julio de 2013

Lo que pasó en la habitación 802: batalla ganada.

Desde Marzo han sucedido eventos que han remecido el alma: primero, murió sorpresivamente mi primo Carlos Eduardo Tamayo, de un infarto fulminante, el lunes 29 de abril; una semana después, el 6 de mayo, el turno fue para Blanca Matiz, quien se fue tranquila, dulcemente, después de una violenta guerra contra el cáncer. Ojalá muy pronto esta cruel enfermedad sea cosa del pasado. Se han ido dos nuevos huéspedes al Paraíso. Elevo una Oración de Acción de Gracias por sus vidas. Este jardín es la imagen de la Esperanza.

Barranquilla, jardín en el sector de Buena Vista.

Retomo el blog con todos los bríos. Me siento fantásticamente bien. De hecho, ya pude salir a Barranquilla, una ciudad que quiero mucho. Estuve cuatro días allá, probando mi evolución cardio-pulmonar con pleno éxito. Bendito sea Dios. A mi compadre Andrés Rosales, gratitud eterna.

Una vez confirmo la gravedad de mi situación, ya en la habitación 802 de ese inolvidable viernes 25 de noviembre de 2011, hago la firme promesa de no volver nunca a más una UCI. Desde el fondo de mi alma me comprometo a cumplir con todo lo que me digan los médicos para salir adelante de esta encrucijada tan complicada.... Bien entrada la tarde, en esa hora en la que el sol besa a la luna, la Dra. Adriana Torres Navas, jefe de todo el equipo médico que me trata, me advierte que seré sometido el día sábado 26, a la implantación de un cardiodesfibrilador de última generación, diseñado por los genios del St. Jude Hospital, en los Estados Unidos; en palabras más profanas: un Rolls-Royce que la ciencia de nuestros días ofrece a los pacientes con enfermedades cardíacas crónicas, como la mía. Así las cosas, aprovecho la oportunidad para hacer todo tipo de preguntas, hasta quedar informado. Entiendo que el aparato será, de ahora en adelante, mi escolta cardíaco, y evitará cualquier arritmia en lo que me reste de vida. El objetivo es, desde ese minuto, atendiendo mi edad, aprovechar lo que me queda bueno del corazón y evitar el trasplante.  La noche llega feliz; intento tomarme un descanso. Veo mucha televisión, cierro los ojos y pienso en mi futuro... Esa primera noche, se queda mamá acompañándome. Apenas puedo caminar; lo hago muy lentamente. Entro al baño con ayuda de una enfermera, dos o tres veces; la debilidad general es evidente. Nadie imagina lo duro que son esas horas para mí. Sólo Dios sabe...

El sábado llega con buena energía: tomo un desayuno frugal. A eso de las nueve o nueve y media, me ducho con ayuda -a estas alturas, el pudor no existe-, y me preparo para el procedimiento anunciado por la Dra. Adriana la tarde anterior. Momento de oración en medio de una comprensible tensión colectiva. Llegada la hora, me doy la bendición y soy llevado en una camilla a la Unidad de Hemodinamia, donde me es implantado un enorme dispositivo, que tiene el tamaño de la pantalla de mi BlackBerry. Me indican que en el momento de la verdad, para poner a funcionar el cardiodesfibrilador, se requiere de corriente. Tácitamente, capto que hay una alta posibilidad para que el paciente se vaya del mundo... ¡Qué carajo! Tranquilidad es lo que me invade, y ahí comienza mi lucha real por la vida, y firmo con carácter y Fe, el consentimiento informado. El Dr. Baena, responsable de la intervención, me dice que la recuperación puede ser en la UCI, y yo le respondo: ¡Ni de fundas, doctor; ya verá que de aquí salgo a mi habitación! Una vez concluye su labor, me grita: ¡Francisco! ¡Francisco! Sé que mi tensión es bajita, pero le contesto enseguida y muevo la mano derecha. Durante el procedimiento quirúrgico, el costado izquierdo de mi cuerpo queda completamente a merced de los galenos. Terminada la función, dicho y hecho: amable recuperación por espacio de cuarenta minutos y rumbo al octavo piso.

Cuando regreso, la gente está sorprendida: mi organismo, en medio de la batalla, no se rinde; muestra su fortaleza a plenitud. Estoy dichoso, pues considero que ha sido una victoria que me impulsa a seguir adelante. El día culmina feliz. Porto un cabestrillo azul en mi brazo izquierdo y la zona de mi pecho que ha sido intervenida para colocar el cardiodesfibrilador, está completamente cubierta por gazas y esparadrapo. Dormito unas horas. Esa noche mi tío Juan Manuel Collins es quien generosamente me acompaña.

El domingo 27 de noviembre amanece con sol. Me afeito con las pocas fuerzas que Dios da. La visita de gente que me acompaña con cariño, me llena de paz. En la tarde, salgo a caminar por los pasillos del piso. Lo que me ha sucedido lo conoce todo el equipo de enfermería. Asombradas, las mujeres me miran caminar lento, con el apoyo de una auxiliar y la permanente solidaridad de quienes me rodean. Esos paseos por el piso serán mi primer entrenamiento físico después del infarto. (Hoy miro atrás y me río. De esos pequeños pasos, con más de 94 kilos encima,  he dado un gran salto, a caminatas urbanas de más de cinco kilómetros diarios y 78 kilos de peso).

Cierro el día con una gran noticia: si todo continúa como va, el lunes 28 me dan de alta, pero el destino me tiene preparada otra cosa... Esa noche, es la primera de tres, que paso solo en la Clínica.

Un lunes frío y lluvioso es el que me saluda. El médico de piso, un hombre atento, me da la buena nueva, y apenas sale de mi habitación, entro al baño. Para mi sorpresa, la deposición -como dicen los especialistas- trae visos rojizos... En breve, la Dra. Adriana llega y le comento el insuceso. La expresión de su rostro cambia dramáticamente, y me dice que se suspende la salida, pues debo someterme a endoscopia en la tarde, y lo que es peor, a una colonoscopia en la mañana del martes, para descartar úlceras o complicaciones en el aparato digestivo. Sólo me queda acudir a la paciencia. Qué más da.

En la tarde soy sometido a una endoscopia angelical. La practica un médico muy amable, que me duerme con un tris de anestesia y me pone de espaldar unas almohadas cómodas. Duermo plácidamente, mientras soy sometido al procedimiento. La enfermera que lo asiste es prima de una de mis colegas profesoras en La Sergio, motivo por el cual recibo un tratamiento especial. Al salir del examen, todo marcha bien. Ese día se va rápido, la noche se asoma y me quedo solo por segunda vez.

Es imposible dormir en la clínica. Videos y conciertos me acompañan durante la madrugada, mientras llega la hora para tomar el medio de contraste: cuatro litros de una sustancia viscosa, insabora e inodora, que limpia los intestinos asépticamente. Son dos o tres horas de beber, beber y beber, sorbo a sorbo, sin prisa pero sin pausa, esa legítima porquería. El procedimiento de ese martes 29, también es practicado con algo de anestesia. El médico, un profesor de profesores, es un hombre amable pero distante. Buen profesional. Entre tanto, yo me duermo como un bebé. Al despertar en recuperación, muy tranquilo tomo conciencia, de regreso a mi habitación, que si todo sale bien, está próxima la bendita alta.

El 30 de noviembre terminan dos semanas exactas de hospitalización. ¡Y qué brega para salir de esa clínica, por Dios! Doce horas se van a demorar revisando mi historia clínica. Un último esfuerzo de paciencia... Siendo las las ocho y cuarenta minutos de la noche, de ese miércoles 30 de noviembre, mi primo Diego Arias Tamayo -el único que no tiene pico y placa ese día-,  me lleva a mi apartamento en medio de un aguacero bogotano y de un frío imposible de describir. El tráfico es un vergüenza, pero andando de pocos, superando huecos y charcos, llegamos. Nada me importa: por fin estoy en mi casa. Esa noche duermo como un lirón, pues es la primera vez que puedo hacerlo en muchos días. No hay gritos de moribundos ni afanes ni timbres. No obstante, desde ese día, mi mesa de noche se transforma en una pequeña farmacia.
                                             :
Hogar, dulce hogar.

Finalmente, debo anotar que mi proceso de recuperación tiene una fase crucial en el Gimnasio de Rehabilitación de Falla Cardíaca de la Clínica Colombia. Desde el 16 de diciembre de 2011 hasta el 18 de mayo de 2012, asisto lunes y viernes a entrenamientos de diez a once de la mañana. Al llegar, soy el menor de todos los pacientes; sin embargo, soy el que presenta el daño más severo. Al salir, sigo siendo el menor, pero empieza a llenarse el grupo de pacientes entre los 45 y los 55 años. El estrés se está llevando a la gente joven...

El rostro de un corazón en Rehabilitación Cardíaca. Aquí menos es más.

No tengo con qué pagarle al Dr. Andrés Hernández, con quien compartimos una gran pasión por el fútbol inglés. Todo mi reconocimiento para Rocío Rosada, por compartir su excelencia y enseñarnos la importancia del deporte, la respiración y la disciplina en la vida de cualquier paciente cardíaco. Mi respeto y afecto para la Dra. Sandra Uscátegui, joven promesa de la medicina física colombiana.¡Qué gran apoyo el que recibí de la gente! ¡Muchas gracias a todos!


sábado, 9 de marzo de 2013

Cuatro días inolvidables: vivir en una UCI despierto.

Retomamos el blog, después de noventa días de gran trabajo espiritual; aguantar mucho frío en Bogotá; vivir la primera gripa después del infarto -a punta de limón-, que me dejó muy débil moralmente hablando; y como ñapa, aceptar una nueva realidad: la anti-coagulación.  Por prevención, todos los días, muy a la hora del té, me tomo una pastilla de warfarina. Hoy, les confieso, estoy exhausto. No obstante, Fe, disciplina y paciencia son aliadas incondicionales en esta recuperación. De la mano de Dios, todo lo voy a lograr. Amén.


El 22 de noviembre de 2011, martes, empieza con una idea fija: es urgente un baño para mí. Al abrir los ojos, me dispongo a medir mis movimientos. Estoy lento como un buque trasatlántico... Observo que tengo menos chuzos pegados a mi vapuleado cuerpo. Gozo del silencio, y aprovecho este espacio para la oración. Un día nuevo: ¡gracias, Dios mío! Efectivamente, reconozco que toda jornada en la UCI da su primera campanada cuando los médicos tratantes se asoman a mi habitación con un grupo grande de residentes, estudiantes que al escuchar la larguísima historia clínica que relatan sus maestros, sólo atinan a abrir sus ojos y verme como un milagro... Esta escena se repite también miércoles, jueves y viernes, siempre a las siete y veinte de la mañana. En fin, luego de algunos minutos de este floreciente día, a eso de las nueve, después de tomar el desayuno, que es fresco y frugal, regresa a mi habitación Marthica Melo, la enfermera que cuida de mi con decencia y profesionalismo en las mañanas. Son revisados mis signos básicos y cada uno de los monitores que no paran de emitir sonidos rítmicos. Entonces, como si nada, planteo esta pregunta inocente: ¿me puedo bañar? ¡Uy! -exclamo-, ¡desde el miércoles 16 no toco el agua! ¡Casi una semana, por Dios! Martha me dice que debe preguntar. Minutos después, el operativo se inicia: debo sentarme,  mover el jumento que son mis piernas en ese instante, y tratar de arrastrar mi humanidad hacia el borde de la cama. Luego, sacar fuerzas y llevar el bloque de líquidos y kilos que se encuentra limitado por mi piel a una silla especial, que es como un inodoro móvil con ruedas. Después de 10 minutos logro la proeza, y victorioso, tal como mi madre me echó al mundo, conozco el baño y la ducha que servirá de manantial para acabar de una vez por todas con la incómoda sensación de suciedad. Ese baño humilde es mi segundo bautizo. Cae el agua tibia como un regalo del Cielo. Gratitud infinita hacia esa excelente enfermera, ejemplar profesional de la salud. Hay marcas por todo mi cuerpo. Sólo se salvan la cara, los gluteos y las zonas nobles; de resto, por todos lados se nota presencia de sondas, agujas y catéteres. Ese día quedo limpio, y la antigua idea de pudor que me acompañaba desde la infancia tiene una muerte perfecta: el cuerpo es sagrado por ser divino -hecho por Dios-, como  la vida; no obstante, en términos clínicos, ese cuerpo físico que nos da una identidad biológica en el mundo, es una máquina.

A las once de la mañana, como un bebé, recibo sentado a mis visitas: reconozco sonrisas y lágrimas en muchos rostros que se iluminan al verme en la poltrona de la habitación 15, limpio, peinado y feliz. Ese martes es sabroso, porque aunque estoy muy débil y quedo fundido después del "maratón aseo", empiezan las terapias respiratorias y la sonda que estaba puesta abajo sale del juego... Inolvidable: la primera entrada al baño sin ese incómodo adminículo es una dolorosa apoteosis. Y por supuesto, el tema pañales empieza a manejarse de otro modo. La noche de este día es particularmente extraña, pues uno de mis vecinos de habitación canta mientras lo bañan. Pienso que hay fiesta en las narices de una muerte que coquetea por todos lados...

El miércoles 23 es muy especial, pues me permite vivir cuatro eventos significativos: al medio día me retiran, sin anestesia, el balón de contrapulsación aórtico, pues mi corazón arranca... Es una titánica lucha de los médicos para que la piel de mi ingle cierre y se evite pérdida de sangre: "¡siete mil de dextrosa!", implora el Dr. Herrera, mientras el Dr. Perdomo, durante cuarenta y cinco minutos aprieta sus dedos para que cierre la pequeña herida. Misión cumplida. Esa cicatriz desaparece en pocos días. En la tarde, uno de mis más queridos amigos de Emaús me regala la Cruz Germana que siempre lo ha acompañado. La tengo siempre a mano desde entonces.Y, minutos después, celebro el cumpleaños de mi primo Tato, quien llora al verme, me da un abrazo y un beso bañado en lágrimas que nunca se me olvidará. En la tarde, soltando desde el fondo de mi alma un alarido animal, me pongo de pie y doy mi primer paso. Es toda una gesta, ¡por Dios! Mis extremidades están entumidas y el peso es impresionante. Durante la noche de ese miércoles conozco lo mejor y lo peor de los profesionales de la salud. Cuando iba a ser parte de una verdadera locura, un accidente brutal interrumpe oscuras intensiones de un médico perverso -a quien nunca logré identificar-, que me hubieran llevado a la tumba. Durante esa velada lúgubre y helada, heridos ingresados por causa del accidente, ocurrido a escasos metros de la Clínica Colombia, llenan la UCI y agitan el ambiente de quienes tienen turno hasta que sale el sol. En mi corazón, siempre, ¡Totus Tuus!

Virgencita de mi corazón, Protectora.
                                         

El jueves 24 es el día del atletismo... Camino por primera vez, como si tuviera ochenta o noventa años, ayudado por la terapista, y me siento como todo un medallista olímpico, pues recorro con éxito los veinte metros lineales más duros de toda mi vida. Recuerdo con especial cariño la excelente comida de ese día. Y naturalmente, que recibo el alta de Cuidados Intensivos, con tan mala fortuna, que no hay habitaciones disponibles para mi traslado a la Clínica. Así las cosas, sólo con el suero, paso la noche totalmente desconectado de monitores; me quitan las últimas cánulas que se encuentran insertas en mi pecho. No hay marcapasos periférico y logro hablar con la jefe del turno de la noche, una mujer diminuta y vivaz que sabe lo que me iba a pasar, y se queda de una pieza cuando le cuento que también oí lo que estaban planeando hacer conmigo la noche anterior: nada menos que bañarme a las tres de la mañana, a una "veraniega" temperatura de 2 ó 3 grados centígrados, como máximo... Que Dios bendiga a esa mujer prudente, que me regala su honestidad y pulcritud profesional. Dejo en  manos de Dios el destino del médico ese: seguro cae...

Viernes 25 de noviembre de 2011. Día de alta. Todo es felicidad. Pijamas nuevas, pantuflas, visitas. En la tarde, casi a las cuatro, me espera la habitación 802. Mi maestra de Arte, María Ángela Martínez de Gómez me acompaña en esa ruta de vida que significa salir de la UCI, a donde nunca más quiero volver.