sábado, 9 de marzo de 2013

Cuatro días inolvidables: vivir en una UCI despierto.

Retomamos el blog, después de noventa días de gran trabajo espiritual; aguantar mucho frío en Bogotá; vivir la primera gripa después del infarto -a punta de limón-, que me dejó muy débil moralmente hablando; y como ñapa, aceptar una nueva realidad: la anti-coagulación.  Por prevención, todos los días, muy a la hora del té, me tomo una pastilla de warfarina. Hoy, les confieso, estoy exhausto. No obstante, Fe, disciplina y paciencia son aliadas incondicionales en esta recuperación. De la mano de Dios, todo lo voy a lograr. Amén.


El 22 de noviembre de 2011, martes, empieza con una idea fija: es urgente un baño para mí. Al abrir los ojos, me dispongo a medir mis movimientos. Estoy lento como un buque trasatlántico... Observo que tengo menos chuzos pegados a mi vapuleado cuerpo. Gozo del silencio, y aprovecho este espacio para la oración. Un día nuevo: ¡gracias, Dios mío! Efectivamente, reconozco que toda jornada en la UCI da su primera campanada cuando los médicos tratantes se asoman a mi habitación con un grupo grande de residentes, estudiantes que al escuchar la larguísima historia clínica que relatan sus maestros, sólo atinan a abrir sus ojos y verme como un milagro... Esta escena se repite también miércoles, jueves y viernes, siempre a las siete y veinte de la mañana. En fin, luego de algunos minutos de este floreciente día, a eso de las nueve, después de tomar el desayuno, que es fresco y frugal, regresa a mi habitación Marthica Melo, la enfermera que cuida de mi con decencia y profesionalismo en las mañanas. Son revisados mis signos básicos y cada uno de los monitores que no paran de emitir sonidos rítmicos. Entonces, como si nada, planteo esta pregunta inocente: ¿me puedo bañar? ¡Uy! -exclamo-, ¡desde el miércoles 16 no toco el agua! ¡Casi una semana, por Dios! Martha me dice que debe preguntar. Minutos después, el operativo se inicia: debo sentarme,  mover el jumento que son mis piernas en ese instante, y tratar de arrastrar mi humanidad hacia el borde de la cama. Luego, sacar fuerzas y llevar el bloque de líquidos y kilos que se encuentra limitado por mi piel a una silla especial, que es como un inodoro móvil con ruedas. Después de 10 minutos logro la proeza, y victorioso, tal como mi madre me echó al mundo, conozco el baño y la ducha que servirá de manantial para acabar de una vez por todas con la incómoda sensación de suciedad. Ese baño humilde es mi segundo bautizo. Cae el agua tibia como un regalo del Cielo. Gratitud infinita hacia esa excelente enfermera, ejemplar profesional de la salud. Hay marcas por todo mi cuerpo. Sólo se salvan la cara, los gluteos y las zonas nobles; de resto, por todos lados se nota presencia de sondas, agujas y catéteres. Ese día quedo limpio, y la antigua idea de pudor que me acompañaba desde la infancia tiene una muerte perfecta: el cuerpo es sagrado por ser divino -hecho por Dios-, como  la vida; no obstante, en términos clínicos, ese cuerpo físico que nos da una identidad biológica en el mundo, es una máquina.

A las once de la mañana, como un bebé, recibo sentado a mis visitas: reconozco sonrisas y lágrimas en muchos rostros que se iluminan al verme en la poltrona de la habitación 15, limpio, peinado y feliz. Ese martes es sabroso, porque aunque estoy muy débil y quedo fundido después del "maratón aseo", empiezan las terapias respiratorias y la sonda que estaba puesta abajo sale del juego... Inolvidable: la primera entrada al baño sin ese incómodo adminículo es una dolorosa apoteosis. Y por supuesto, el tema pañales empieza a manejarse de otro modo. La noche de este día es particularmente extraña, pues uno de mis vecinos de habitación canta mientras lo bañan. Pienso que hay fiesta en las narices de una muerte que coquetea por todos lados...

El miércoles 23 es muy especial, pues me permite vivir cuatro eventos significativos: al medio día me retiran, sin anestesia, el balón de contrapulsación aórtico, pues mi corazón arranca... Es una titánica lucha de los médicos para que la piel de mi ingle cierre y se evite pérdida de sangre: "¡siete mil de dextrosa!", implora el Dr. Herrera, mientras el Dr. Perdomo, durante cuarenta y cinco minutos aprieta sus dedos para que cierre la pequeña herida. Misión cumplida. Esa cicatriz desaparece en pocos días. En la tarde, uno de mis más queridos amigos de Emaús me regala la Cruz Germana que siempre lo ha acompañado. La tengo siempre a mano desde entonces.Y, minutos después, celebro el cumpleaños de mi primo Tato, quien llora al verme, me da un abrazo y un beso bañado en lágrimas que nunca se me olvidará. En la tarde, soltando desde el fondo de mi alma un alarido animal, me pongo de pie y doy mi primer paso. Es toda una gesta, ¡por Dios! Mis extremidades están entumidas y el peso es impresionante. Durante la noche de ese miércoles conozco lo mejor y lo peor de los profesionales de la salud. Cuando iba a ser parte de una verdadera locura, un accidente brutal interrumpe oscuras intensiones de un médico perverso -a quien nunca logré identificar-, que me hubieran llevado a la tumba. Durante esa velada lúgubre y helada, heridos ingresados por causa del accidente, ocurrido a escasos metros de la Clínica Colombia, llenan la UCI y agitan el ambiente de quienes tienen turno hasta que sale el sol. En mi corazón, siempre, ¡Totus Tuus!

Virgencita de mi corazón, Protectora.
                                         

El jueves 24 es el día del atletismo... Camino por primera vez, como si tuviera ochenta o noventa años, ayudado por la terapista, y me siento como todo un medallista olímpico, pues recorro con éxito los veinte metros lineales más duros de toda mi vida. Recuerdo con especial cariño la excelente comida de ese día. Y naturalmente, que recibo el alta de Cuidados Intensivos, con tan mala fortuna, que no hay habitaciones disponibles para mi traslado a la Clínica. Así las cosas, sólo con el suero, paso la noche totalmente desconectado de monitores; me quitan las últimas cánulas que se encuentran insertas en mi pecho. No hay marcapasos periférico y logro hablar con la jefe del turno de la noche, una mujer diminuta y vivaz que sabe lo que me iba a pasar, y se queda de una pieza cuando le cuento que también oí lo que estaban planeando hacer conmigo la noche anterior: nada menos que bañarme a las tres de la mañana, a una "veraniega" temperatura de 2 ó 3 grados centígrados, como máximo... Que Dios bendiga a esa mujer prudente, que me regala su honestidad y pulcritud profesional. Dejo en  manos de Dios el destino del médico ese: seguro cae...

Viernes 25 de noviembre de 2011. Día de alta. Todo es felicidad. Pijamas nuevas, pantuflas, visitas. En la tarde, casi a las cuatro, me espera la habitación 802. Mi maestra de Arte, María Ángela Martínez de Gómez me acompaña en esa ruta de vida que significa salir de la UCI, a donde nunca más quiero volver.