Barranquilla, jardín en el sector de Buena Vista. |
Retomo el blog con todos los bríos. Me siento fantásticamente bien. De hecho, ya pude salir a Barranquilla, una ciudad que quiero mucho. Estuve cuatro días allá, probando mi evolución cardio-pulmonar con pleno éxito. Bendito sea Dios. A mi compadre Andrés Rosales, gratitud eterna.
Una vez confirmo la gravedad de mi situación, ya en la habitación 802 de ese inolvidable viernes 25 de noviembre de 2011, hago la firme promesa de no volver nunca a más una UCI. Desde el fondo de mi alma me comprometo a cumplir con todo lo que me digan los médicos para salir adelante de esta encrucijada tan complicada.... Bien entrada la tarde, en esa hora en la que el sol besa a la luna, la Dra. Adriana Torres Navas, jefe de todo el equipo médico que me trata, me advierte que seré sometido el día sábado 26, a la implantación de un cardiodesfibrilador de última generación, diseñado por los genios del St. Jude Hospital, en los Estados Unidos; en palabras más profanas: un Rolls-Royce que la ciencia de nuestros días ofrece a los pacientes con enfermedades cardíacas crónicas, como la mía. Así las cosas, aprovecho la oportunidad para hacer todo tipo de preguntas, hasta quedar informado. Entiendo que el aparato será, de ahora en adelante, mi escolta cardíaco, y evitará cualquier arritmia en lo que me reste de vida. El objetivo es, desde ese minuto, atendiendo mi edad, aprovechar lo que me queda bueno del corazón y evitar el trasplante. La noche llega feliz; intento tomarme un descanso. Veo mucha televisión, cierro los ojos y pienso en mi futuro... Esa primera noche, se queda mamá acompañándome. Apenas puedo caminar; lo hago muy lentamente. Entro al baño con ayuda de una enfermera, dos o tres veces; la debilidad general es evidente. Nadie imagina lo duro que son esas horas para mí. Sólo Dios sabe...
El sábado llega con buena energía: tomo un desayuno frugal. A eso de las nueve o nueve y media, me ducho con ayuda -a estas alturas, el pudor no existe-, y me preparo para el procedimiento anunciado por la Dra. Adriana la tarde anterior. Momento de oración en medio de una comprensible tensión colectiva. Llegada la hora, me doy la bendición y soy llevado en una camilla a la Unidad de Hemodinamia, donde me es implantado un enorme dispositivo, que tiene el tamaño de la pantalla de mi BlackBerry. Me indican que en el momento de la verdad, para poner a funcionar el cardiodesfibrilador, se requiere de corriente. Tácitamente, capto que hay una alta posibilidad para que el paciente se vaya del mundo... ¡Qué carajo! Tranquilidad es lo que me invade, y ahí comienza mi lucha real por la vida, y firmo con carácter y Fe, el consentimiento informado. El Dr. Baena, responsable de la intervención, me dice que la recuperación puede ser en la UCI, y yo le respondo: ¡Ni de fundas, doctor; ya verá que de aquí salgo a mi habitación! Una vez concluye su labor, me grita: ¡Francisco! ¡Francisco! Sé que mi tensión es bajita, pero le contesto enseguida y muevo la mano derecha. Durante el procedimiento quirúrgico, el costado izquierdo de mi cuerpo queda completamente a merced de los galenos. Terminada la función, dicho y hecho: amable recuperación por espacio de cuarenta minutos y rumbo al octavo piso.
Cuando regreso, la gente está sorprendida: mi organismo, en medio de la batalla, no se rinde; muestra su fortaleza a plenitud. Estoy dichoso, pues considero que ha sido una victoria que me impulsa a seguir adelante. El día culmina feliz. Porto un cabestrillo azul en mi brazo izquierdo y la zona de mi pecho que ha sido intervenida para colocar el cardiodesfibrilador, está completamente cubierta por gazas y esparadrapo. Dormito unas horas. Esa noche mi tío Juan Manuel Collins es quien generosamente me acompaña.
El domingo 27 de noviembre amanece con sol. Me afeito con las pocas fuerzas que Dios da. La visita de gente que me acompaña con cariño, me llena de paz. En la tarde, salgo a caminar por los pasillos del piso. Lo que me ha sucedido lo conoce todo el equipo de enfermería. Asombradas, las mujeres me miran caminar lento, con el apoyo de una auxiliar y la permanente solidaridad de quienes me rodean. Esos paseos por el piso serán mi primer entrenamiento físico después del infarto. (Hoy miro atrás y me río. De esos pequeños pasos, con más de 94 kilos encima, he dado un gran salto, a caminatas urbanas de más de cinco kilómetros diarios y 78 kilos de peso).
Cierro el día con una gran noticia: si todo continúa como va, el lunes 28 me dan de alta, pero el destino me tiene preparada otra cosa... Esa noche, es la primera de tres, que paso solo en la Clínica.
Un lunes frío y lluvioso es el que me saluda. El médico de piso, un hombre atento, me da la buena nueva, y apenas sale de mi habitación, entro al baño. Para mi sorpresa, la deposición -como dicen los especialistas- trae visos rojizos... En breve, la Dra. Adriana llega y le comento el insuceso. La expresión de su rostro cambia dramáticamente, y me dice que se suspende la salida, pues debo someterme a endoscopia en la tarde, y lo que es peor, a una colonoscopia en la mañana del martes, para descartar úlceras o complicaciones en el aparato digestivo. Sólo me queda acudir a la paciencia. Qué más da.
En la tarde soy sometido a una endoscopia angelical. La practica un médico muy amable, que me duerme con un tris de anestesia y me pone de espaldar unas almohadas cómodas. Duermo plácidamente, mientras soy sometido al procedimiento. La enfermera que lo asiste es prima de una de mis colegas profesoras en La Sergio, motivo por el cual recibo un tratamiento especial. Al salir del examen, todo marcha bien. Ese día se va rápido, la noche se asoma y me quedo solo por segunda vez.
Es imposible dormir en la clínica. Videos y conciertos me acompañan durante la madrugada, mientras llega la hora para tomar el medio de contraste: cuatro litros de una sustancia viscosa, insabora e inodora, que limpia los intestinos asépticamente. Son dos o tres horas de beber, beber y beber, sorbo a sorbo, sin prisa pero sin pausa, esa legítima porquería. El procedimiento de ese martes 29, también es practicado con algo de anestesia. El médico, un profesor de profesores, es un hombre amable pero distante. Buen profesional. Entre tanto, yo me duermo como un bebé. Al despertar en recuperación, muy tranquilo tomo conciencia, de regreso a mi habitación, que si todo sale bien, está próxima la bendita alta.
El 30 de noviembre terminan dos semanas exactas de hospitalización. ¡Y qué brega para salir de esa clínica, por Dios! Doce horas se van a demorar revisando mi historia clínica. Un último esfuerzo de paciencia... Siendo las las ocho y cuarenta minutos de la noche, de ese miércoles 30 de noviembre, mi primo Diego Arias Tamayo -el único que no tiene pico y placa ese día-, me lleva a mi apartamento en medio de un aguacero bogotano y de un frío imposible de describir. El tráfico es un vergüenza, pero andando de pocos, superando huecos y charcos, llegamos. Nada me importa: por fin estoy en mi casa. Esa noche duermo como un lirón, pues es la primera vez que puedo hacerlo en muchos días. No hay gritos de moribundos ni afanes ni timbres. No obstante, desde ese día, mi mesa de noche se transforma en una pequeña farmacia.
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Hogar, dulce hogar. |
El rostro de un corazón en Rehabilitación Cardíaca. Aquí menos es más. |
No tengo con qué pagarle al Dr. Andrés Hernández, con quien compartimos una gran pasión por el fútbol inglés. Todo mi reconocimiento para Rocío Rosada, por compartir su excelencia y enseñarnos la importancia del deporte, la respiración y la disciplina en la vida de cualquier paciente cardíaco. Mi respeto y afecto para la Dra. Sandra Uscátegui, joven promesa de la medicina física colombiana.¡Qué gran apoyo el que recibí de la gente! ¡Muchas gracias a todos!