sábado, 28 de abril de 2012

Los días críticos en la Clínica del Country:16 de noviembre.

Una vez en la ambulancia, con calma, miro el techo del vehículo, que presuroso se desplaza por las calles del Lago, conocido sector del norte de la capital de Colombia. Sé que me puedo morir: no tengo mucho más que pensar... Debo comunicarme vía Blackberry con amigos y familiares; eso es lo que hago. Envío mensajes rápidos, donde informo sobre mi dolencia cardíaca. Pasan siete minutos exactos y, como en las películas, se abren las puertas de la sencilla unidad médica en la que me llevan hacia la Clínica del Country. Los muchachos del equipo paramédico son cordiales: jóvenes que no ocultan su preocupación. El trayecto que separa a La Sergio de la clínica es silencioso: no hay sirenas ni nada espectacular. Sólo paz y Fe. El día se presume duro para mí...

Escenas de alerta evidentes son las que se desarrollan en Urgencias. La camilla ingresa veloz, el cuerpo médico de turno me recibe de forma profesional. Se activa un procedimiento rutinario, donde auxiliares, jefes y cuerpo médico se enteran en segundos de mi delicadísima situación. Sólo espero un minuto antes de ser remitido al consultorio número 2. En breve, me indican que debo abrirme la camisa: un electrocardiograma, adelantado con todas las de la ley, arroja pésimos resultados, que dan paso a un ejército de cardiólogos, intensivistas e internistas, comandados por por la doctora Esperanza Martínez, haga su aparición. Soy conducido rápidamente al cuarto de enfermería de Urgencias, lugar donde se muere la gente... Allí hay un completo equipo de resucitación. Entran y salen médicos y enfermeras. Se encuentra la doctora Ferrater, quien habla conmigo amablemente (esta bella médica había sido la profesional encargada de tramitar el ingreso a esta misma clínica, de mi inolvidable abuelita, amorosa amiga, compañera de vida y mancorna, Myriam Garcés de Collins, el viernes 4 de enero de 2008, dos días antes de su encuentro definitivo con el Padre Eterno.) Me inducen, encuentran las venas, las inyecciones empiezan a ser parte de mi día. Soy debidamente preparado para comenzar a recibir medicamentos que permitan estabilizarme.

¿Era día de mi partida definitiva?
                                           

Entre tanto, comienzo a cantar vallenatos y a echar chistes. Un pequeño homenaje a Rafael Escalona y a ese ciego hermoso que se llama Leandro Díaz,  quien todavía ilumina con sus versos primorosos el Valle de Upar, se cristalizan en versiones muy del alma de La casa en el aire y de uno de los poemas más líricos de ese folclor entrañable, que se reproduce con las horas en la provinciaLa diosa coronada. "Señores, voy a contarles hay nuevo encanto en la sabana..."

Sé que me estoy yendo... Le beso las manos a la doctora Martínez y le digo que, como ella, también soy profesor. Las expresiones de los médicos son elocuentes: no necesitan emitir ninguna palabra, la tensión es máxima. Pienso que lo más difícil apenas comienza...Minutos después veo a mi mamá y a mi papá en la puerta de ese cuarto que se ha convertido en un campo de batalla ascéptico contra la muerte. Su palidez es reflejo de la mía. Me ven muerto en vida. El silencio reina. Los dos son minuciosamente informados sobre la evolución del infarto, cuyo pronóstico es reservado.

Me indican que debo descansar, instrucción que cumplo a cabalidad. Media hora después, bastante débil, abro los ojos y veo luces sobre mi cara. Es la lámpara del quirófano de hemodinamia, ubicado en el segundo piso de la clínica. El doctor Alberto Suárez, profesor de profesores, y director de ese departamento, me saluda. Intercambiamos breves palabras; por fortuna, coincidimos en algunas personas conocidas: su sobrino Carlos Alfonso, también médico hemodinamista, es compañero bachiller gimnasiano; Clemencia Sánchez, tía política mía, había trabajado con el Dr. Alberto por espacio de casi dos décadas. Así las cosas, estamos en familia...

La primera angioplastia - de las dos que me serán realizadas -, comienza con una amable advertencia del doctor Suárez: "vas a sentir una pequeña molestia; vamos a hacer un corte en la ingle, para llegar a la arteria femoral, introducir la cámara por ahí y poder ver lo que está pasando..." Efectivamente, mientras escucho las palabras, no se detienen: siento que llegan a mi corazón. Me doy cuenta que la muerte me está llamando. Lo último que alcanzo a oír es la expresión de asombro del galeno: "¡Uy, por Dios! Por favor, muevan hacia arriba, a la izquierda...¡Por Dios: la descendente anterior está totalmente bloqueda...!" En ese instante sufro un paro cardíaco, que no alcanzará el minuto de duración, y me desconecto de este planeta. No hay sonidos, sólo entro en un mundo de paz absoluta. Atravieso las líneas de conciencia, sin alucinaciones ni nada que se le parezca, y una experiencia mística única, de la que me siento honrado y profundamente agradecido con Dios, que será relatada de forma pormenorizada en este blog, se gesta dulcemente.

No sé exactamente cuánto tiempo pasó. Sólo sé que de ese examen salí con un stent medicado flotando al interior de mi corazón. A la salida, veo a mis padres y hermanos en la puerta, y sólo atinó a decir: "Lo siento, después de diez años de guerra, mi organismo colapsó...No aguanté más..." (Ellos saben a qué guerra me refiero; guerra que para mí ha terminado.)

Cierro mis ojos, estoy muy cansado. Me entrego a mi destino con la paz de Dios en mi corazón. Tengo urgencia de confesarme. Estoy solicitando la presencia de un sacerdote desde que llegué a la Clínica. Pedir perdón es de humanos.






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