Bogotá amanece terriblemente fría, con amenaza de lluvia. Es el miércoles dieciséis de noviembre del año dos mil once; son las seis y cuarenta y cinco minutos de la mañana. Me dispongo a tomar un taxi para llegar a dar mi clase de Ética Política en la Escuela de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Sergio Arboleda, mi Alma Mater. Liderazgo contemporáneo es la temática que estamos desarrollando desde fines de Octubre. La cita con mis estudiantes es a las siete. Minutos antes de salir de mi casa, a eso de las seis y treinta y cinco, tomo un antigripal. La noche ha sido muy corta, el sueño insuficiente...
Contra el tiempo, como es la costumbre cada miércoles, empiezo mi recorrido. A la altura de la calle 100 con Autopista Norte, en la oreja del puente, dirección norte-sur, siento un malestar bastante extraño para mi. Un dolor inexplicable comienza a despertarse con inusitada seriedad. Mis dos brazos se entumecen, el aire me falta y mi pecho se comprime. La sudoración se evidencia: las gotas caen por mi rostro profusamente. Sin duda, entiendo que ese dolor que va en aumento es un infarto. Lo distinto en este caso, es que las dos extremidades superiores son las que avisan; no sólo el brazo izquierdo...
Los síntomas me aterran. Debo pensar rápido. El conductor avanza sobre el puente de la calle 92, justo en el momento en el que se acostumbra decidir qué ruta seguir: ¿nos vamos por la Autopista, rumbo a la calle 82, o tomamos la paralela para desembocar en la carrera 17 y subir hacia el Oriente por la calle 74? No hay tiempo que perder. Le digo al pobre hombre, quien al verme por el espejo retrovisor se pone blanco como un papel que, en ese momento, "no me estoy sintiendo bien." Abro la ventana, y empiezo a respirar con calma. El aire es escaso, pero la tranquilidad que asumo y la Fe que nunca me abandona, me permiten manejar la situación con cabeza fría: lo que me está pasando no es un chiste... Pongo mi corazón y mi vida en las manos de Dios, me aferro a mi amor de toda la vida: la Virgen María, mi Protectora.
Tomamos la paralela, doy indicaciones precisas para que me deje en la puerta de la Universidad. El taxista y la Providencia me echan una mano, pues no hay tráfico, y en menos de cinco minutos, arribo a mi destino. Son las siete en punto de la mañana. Sesenta metros me separan de la Enfermería de la Universidad. Sin pensarlo dos veces, me bajo del taxi; empiezo a caminar normalmente. Cuando paso frente a la Capilla, me persigno. La jornada no pinta bien para mi. Aún no comprendo cómo, pero logro llegar por mis propios medios a la enfermería. Me reciben con total atención, y lo único que atino a decir es "tengo un infarto." La palidez de mi rostro, los labios oscuros y la expresión de mis ojos, hacen que en un segundo, todo el equipo médico tome cartas en el asunto. Los pacientes que están siendo tratados, son despachados rápidamente: estudiantes jóvenes con males menores (dolores de estómago, cabeza, mareos y cólicos), deberán irse a sus clases de inmediato. En la enfermería se queda un único paciente...
Por gracia de Dios, la doctora Marta Reyes, directora del Departamento Médico, está de turno y me atiende con eficiencia y rapidez. La valoración es minuciosa y de inmediato me empiezan a suministrar oxígeno. Seguidamente, me practica un electrocardiograma básico: efectivamente se confirma mi sospecha. Con prudencia y tacto profesional exquisitos, me indican que lo que me está pasando requiere ser tratado en un centro de primer nivel. Con rigor y buena memoria, respondo las preguntas que me formulan y, de manera simultánea, Gladys, asistente de la doctora, solicita una ambulancia, que en menos de quince minutos ya está estacionada, a escasos metros de la puerta de la enfermería, esperándome.
Dentro de la gravedad de la situación, la doctora Marta me pregunta si deseo ser remitido a la Clínica del Country - ubicada a pocas cuadras de La Sergio - o a la Clínica Colombia. Por obvias razones, escojo la primera opción. (Sin tener ningún conocimiento del tema, esta decisión permitió que el tiempo se convirtiera en oro).
Faltando diez minutos para las ocho, voy rumbo a la clínica, escribiendo mensajes a mis familiares y a mis hermanos de Emaús, a través de mi Blackberry. Dios y la Virgen conmigo. Antes de partir de la Universidad, dos de mis estudiantes, me ven salir en camilla hacia el Country. Con los ojos apagados les informo que ese día no habrá clase. La doctora Reyes, por su parte, remata mi frase con un gesto de profunda preocupación: "niñas, seguramente no habrá clase en mucho tiempo..."
pero queeee, los rajo? o en que quedo la materia?
ResponderEliminarMi querido cuadroblanco,evidentemente sólo puede reintegrarme a mis actividades en el año 2012. Por fortuna, mis compañeros profesores de la Escuela de Filosofía y Humanidades, asumieron generosamente la responsabilidad final de evaluación, toda vez, que fui incapacitado por espacio de 2 meses. Para su información,todos los estudiantes recibieron su nota, y con tranquilidad pudieron terminar su semestre. Por fortuna, la inmensa mayoría de ellos, ofreció su mejor esfuerzo, y nadie tuvo inconvenientes académicos. Agradezco su comentario.
EliminarEste lo leí por primera vez antes de nuestra conversación en Bogotá. Esta vez lo volví a ver y me despertó la misma ansiedad. La misión que le encomerdaron es grande mi hermano. No hay duda! Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Jorge! Hermano, estoy tan fresco y tan consciente de mi destino, que los médicos me pueden decir lo que les de la gana. Tengo que trabajar rápido.
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